Fragmento literario: Santiago Laredo, oficial degradado.

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ManuelRLavado
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Fragmento literario: Santiago Laredo, oficial degradado.

Mensaje por ManuelRLavado »

Voy a dejaros un fragmento de una de mis novelas. Espero que os resulte ameno.
Santiago Laredo era el segundo de a bordo del navío de dos puentes y sesenta y cuatro cañones llamado Nuestra Señora de Guadalupe, que se encontraba fondeado en La Habana. Su misión era dirigirse a Cádiz con pertrechos del arsenal y caudales que habían llegado de la Nueva España; y entregar de paso a cinco espías británicos que debían cumplir condena en el penal de La Carraca. La noche antes de partir, cuando la mayor parte de la marinería dormía, alguien dio la alerta de «¡Fuego en la santabárbara!» Un humo gris y espeso ascendía por la escotilla de popa, y a poco de eso muchos marineros empezaron a salir muy intoxicados arrojándose de pánico al agua, donde acabarían la mayoría por encontrar la muerte. El temor era que si el fuego se había iniciado en la santabárbara no habría solución posible por su proximidad con el pañol de la pólvora. Tal era la cantidad de explosivos y armamento que cargaba el navío que de un momento a otro podría deflagrar dándoles a sus tripulantes tremenda mala muerte. La mar acabaría engulléndolo todo y a todos. Ante la situación de confusión y el desgobierno reinante, tanto el primero como el segundo de a bordo optaron por abandonar el barco sin organizar una evacuación, con lo que se produjo una huida desordenada y repleta de desconcierto por parte de los marineros a los que nadie guiaba. Sin embargo, no todos actuaron de igual forma. Varios caballeros guardiamarinas, el piloto, el capellán, el condestable y otros marineros a sus órdenes se ocuparon en averiguar dónde se había originado realmente el fuego. Algunos incluso se habían internado en las tripas del barco para tratar de salvar los caudales, apartar los barriles de pólvora, taponar las escotillas con lonas y mantas húmedas para que no se extendiera el fuego y abrir boquetes con hachuelas en determinados puntos para que, al anegarse todo, consiguieran extinguir las llamas. Mientras toda esta barahúnda sucedía, el bote con los dos oficiales de mayor rango se alejaba del siniestro.
Pese al esfuerzo de todos los valientes que se empeñaron en detener el avance de las crepitantes llamas, la tragedia fue inevitable. Las lenguas de fuego habían llegado a prender algunas maromas, parte del velamen, y ahora resplandecían y ondeaban triunfalmente en la oscuridad. Desde la costa ofrecían un espectáculo tan luminoso y estremecedor que llegó a atraer a las perplejas miradas de los apacibles habitantes de La Habana. Era cuestión de tiempo que se produjera una terrible explosión y aniquilara a todos los que aún no se habían lanzado al mar profiriendo espantosos gritos de dolor. Como habían disparado salvas de cañón con anterioridad para alertar a los demás navíos de la flota de la que formaba parte el Nuestra Señora de Guadalupe, unos botes acudieron aprisa en socorro de la perjudicada tripulación, y recogieron a algunos de los que se habían arrojado por la borda de puro miedo o dándose por vencidos en vista de que el fuego ya era incontrolable. En cuanto a los que arriesgaron sus vidas por evitar el desastre hasta el último momento, poco se pudo hacer. Solo dos lograron abandonar el barco antes de que sobreviniera la explosión. El último en salir por la escotilla con su casaca ardiendo y dando fuertes alaridos fue un guardiamarina llamado don Gonzalo de Allendesalazar. Antes de que tuviera tiempo para ponerse a salvo, el navío estalló, pereciendo junto a más de sesenta entre marineros y oficiales.
En la sumaria celebrada poco después de los acontecimientos en uno de los navíos del convoy anclado en la bahía, se decidió poner bajo custodia al capitán y su segundo hasta que se esclareciesen las razones del siniestro y si estos obraron correctamente para evitar la pérdida de los caudales, navío y pertrechos de la Corona.
El consejo de guerra se celebró sin dilación en la Isla de León, lo que hoy es el pueblo de San Fernando de Cádiz. En el mismo declararon como testigos aquellos supervivientes de la tragedia que fueron salvados in extremis por los botes de rescate. Todo indicaba que el fuego se había iniciado en la despensa, y no en la santabárbara, por lo que de haberse organizado la tripulación, se podría haber evitado un incidente que causó muchas muertes y pérdidas materiales. La explicación que pareció más plausible al tribunal sobre cómo se produjo el incendio señalaba como los causantes del mismo a uno o dos marineros anónimos que supuestamente habrían entrado a hurtadillas a sisar algo de aguardiente con la connivencia del despensero, y que con la mecha con la que se alumbraban habrían prendido el alcohol por accidente. Tanto el centinela de guardia aquella noche como un marinero habían desertado, lo cual apuntaba hacia la veracidad de dicha teoría. También habían escapado los cinco espías británicos, y todo el cargamento se había perdido. A los pocos días unos buzos que se sumergieron en la bahía de La Habana solo recuperaron un par de bolsas con pesos de plata.
Varios de los hermanos del joven guardiamarina fallecido, el tal Allendesalazar, que eran todos oficiales de alto rango, acudieron a la vista muy mal encarados y demandando reparación. De los valientes que permanecieron defendiendo los intereses de la Corona hasta que no hubo remedio solo se salvaron el piloto y el condestable. Estos hasta sufrieron convulsiones por los humos que habían aspirado en las tripas del buque, tratando de sofocar el fuego y salvar a sus semejantes, cuando ya el primero y segundo de a bordo, desde hacía bastante tiempo, se encontraban muy lejos de todo perjuicio para sus personas.
La plana mayor, tras oír todas las declaraciones de los testigos, dictaminó que tanto el capitán como el teniente no habían hecho todo lo que estaba en su mano para evitar que el barco se fuera a pique, porque sin haberse cerciorado de si efectivamente el fuego afectaba o no a la santabárbara, habían abandonado a su suerte a la tripulación de manera poco honrosa, y poco acorde a las expectativas de su rango, pues ni siquiera habían organizado la evacuación ordenada del mismo según el reglamento de la Armada Real de España. Todo lo cual había resultado en la gratuidad de pérdidas humanas, el hundimiento de un navío de segunda clase con todos sus pertrechos, la huida de los espías y una merma casi íntegra de los caudales reales que se les había encomendado.
Por último, el consejo hizo una mención honorífica a los fallecidos que lucharon hasta el último momento, y se le otorgó una generosa pensión a las familias.
La sentencia fue firme y contundente: el capitán fue condenado a tres años de cárcel en el penal de La Carraca; y el teniente, en un principio, fue degradado a servir como marinero en una fragata de la armada por tres años, con su conveniente reducción de salario y menoscabo de sus privilegios como marino de primera. Sin embargo, tras una apelación posterior, se le redujo la condena a un año solamente. Laredo nunca confesó a nadie cómo se sintió cuando le despojaron públicamente de sus honores, pero yo me lo he imaginado muchas veces. Avanza cabizbajo por el patio de Capitanía con los brazos caídos la mirada en el suelo, sin casaca, excoltado hasta la salida por una cuadrilla de tambores destemplados que avinagran la cara de quien los oye. Los habitantes de Cádiz, impávidos, lo ven cruzar la puerta hacia la calle mientras los niños conmovidos le señalan y preguntan que por qué aquel hombre recibe ese tratamiento, que cuál ha sido su delito.
«Ese hombre es un cobarde».
Por los días en los que conocí al teniente Laredo deambulaba meditabundo de lado a lado del patio a paso ligero, como para entrar en calor, a la vez que se abrigaba hasta la cabeza con una manta agujereada que cerraba con ambas manos. El Teniente no estaba acostumbrado a vida tan precaria, de eso no cabía la menor duda. Mendieta me contó que llegó con el cabello completamente moreno; que las vetas plateadas de su sien le afloraron a la semana de entrar en prisión. En sus primeras noches en el penal solía acabar completamente derrumbado por el suelo agarrado a una botella de aguardiente, como si fuera un aturdido náufrago a la deriva aferrado a un tarugo. Purgaba ebrio sus penas bajo la manta, para que nadie contemplara su rostro en semejante estado de encogimiento. Mientras no paraba de llover y de tronar en el exterior, clamaba entre gimoteos el perdón de sus hijas Mariela y Carlota por haberles traído tal infortunio y deshonra.


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Satur
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Re: Fragmento literario: Santiago Laredo, oficial degradado.

Mensaje por Satur »

Conciso y muy interesante. :ok
Cuando el líder eficaz ha dado por terminado su trabajo,
la gente dice que todo ocurrió de un modo natural.
LAO TSE.

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Josers
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Re: Fragmento literario: Santiago Laredo, oficial degradado.

Mensaje por Josers »

Aunque existen referencias históricas previas (Antigüedades de España, del abad Francisco de Berganza en 968; Cartulario del Monasterio de Santa María del Puerto de Santoña, en 1068), la relevancia de Laredo se inicia con la concesión de Fuero por el rey Alfonso VIII de Castilla en 1200, lo que la convirtió en una de las Cuatro Villas Marineras. Las exenciones fiscales, la autonomía administrativa y la jurisdicción territorial alcanzadas (sus límites jurisdiccionales se extendían por la costa entre el Asón y el Agüera, y por el interior hasta Ampuero) consolidaron a Laredo como uno de los puertos atlánticos de la Corona castellana, canal de exportación de las lanas meseteñas hacia Inglaterra y Flandes, y de importación de manufacturas europeas, a las que se sumaban productos mineros y pesqueros que a través del Camino de Los Tornos se trasladaban a las villas castellanas.
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