Por más que Plutarco trate de adornarlo, a Catón se le acusa de las peores cosas, y sobre todo de maltratar a los esclavos y a los animales, que al igual que hoy era lo peor que se le podía achacar a una persona. Catón es el mataperros. No importa si es verdad o no, sino que en su biografía abundan las anécdotas de este tipo. Cuando César en Hispania contrató una nave rápida y dos equipos de remeros para llegar lo más rápido posible a Roma para presentarse a las elecciones, no se comenta si también embarcó el caballo o lo dejó aquí. ¿Por qué entonces se menciona un detalle tan insignificante referido a Catón? Si verdaderamente alardeaba de eso, ya por de pronto no se le puede considerar más que el romano más cretino.
En lo que atañe a este hilo, hay dos sucesos narrados por Plutarco que habría que destacar; en primer lugar las negociaciones de Catón con los mercenarios:
Mientras allí vencía a unos pueblos con las armas y atraía a otros con la persuasión vino contra él un ejército de bárbaros tan numeroso: que corrió peligro de ser vergonzosamente atropellado; por lo cual imploró el auxilio de los Celtíberos, que estaban cercanos. Pidiéronle éstos por precio de su alianza doscientos talentos, y teniendo todos los demás por cosa intolerable que los Romanos se reconocieran obligados a pagar a los bárbaros aquel precio de su auxilio, les replicó Catón que nada había en ello de malo, pues si vencían, serían los enemigos quienes lo pagasen, y si eran vencidos, no existirían ni los que lo habían de pagar ni los que lo habían de pedir.
Este fragmento recuerda mucho a otro atribuido a Sertorio, precisamente también de Plutarco:
Entonces, pues, dando por enteramente perdida la ciudad, partió para España, con la mira de anticiparse a ocupar en ella el mando y la autoridad, y preparar allí un refugio a los amigos desgraciados. Sobrecogiéronle malos temporales en países montañosos, y tuvo que comprar de los bárbaros, a costa de subsidios y remuneraciones, que le dejaran continuar el camino. Incomodábanse los suyos y le decían no ser digno de un procónsul romano pagar tributo a unos bárbaros despreciables; mas él, no poniendo atención en lo que a éstos les parecía una vergüenza, “Lo que compro- les respondio- es la ocasión, que es lo que más suele escasear a los que intentan cosas grandes”; así continuó ganando a los bárbaros con dádivas, y apresurándose ocupó, la España.
No voy a dar la solución porque todavía desconozco cuál es el verdadero significado de esta fábula que se repite con sendos personajes tan polémicos y ambos tan poco afectos a los admiradores de Escipión, pero ahí lo dejo. Queda claro en todo caso que la anécdota, en contra de lo que se pudiera pensar, no procede de Livio, sino que, por el contrario, éste la destripa al tratar de racionalizarla. En la versión de Livio ya no tiene gracia. Pierde el sentido original. Carece ya de moraleja:
“Más difícil le ponían la guerra en Turdetania al pretor Publio Manlio los celtíberos contratados como mercenarios por el enemigo, como antes se ha dicho. Por eso el cónsul marchó para allá con sus legiones cuando el pretor le pidió en una carta que acudiera. En el momento de su llegada, los celtíberos y los turdetanos tenían campamentos separados. Con los turdetanos, los romanos entablaron inmediatamente pequeños combates atacando sus puestos de avanzada, y siempre salían victoriosos incluso de los enfrentamientos iniciados de forma temeraria. En cuanto a los celtíberos, el cónsul dio instrucciones a unos tribunos militares para que fuesen a entrevistarse con ellos y les diesen a elegir entre tres opciones; la primera, pasarse a los romanos, si querían, recibiendo el doble de paga que habían pactado con los turdetanos; la segunda, marcharse a sus casas recibiendo públicas garantías de que no les acarrearía ningún perjuicio el hecho de haberse unido a los enemigos de los romanos; la tercera, si a toda costa optaban por la guerra, que fijasen el día y el lugar para medirse con él en una batalla decisiva. Los celtíberos pidieron un día para deliberar. Celebraron una tumultuosa asamblea en la que participaron los turdetanos, razón de más para que no se pudiera tomar ninguna decisión. Aunque no estaba muy claro si se estaba en guerra o en paz con los celtíberos, los romanos traían provisiones de los campos y plazas fuertes de los enemigos como en tiempo de paz, cruzando a menudo sus trincheras en grupos de diez, como si en una tregua particular hubieran pactado intercambios recíprocos. El cónsul, en vista de que no era capaz de atraer al enemigo a una batalla, primeramente llevó algunas cohortes ligeras a saquear los campos de una comarca aún intacta, y después, enterado de que todos los bagajes y el equipamiento de los celtíberos habían quedado en Seguncia, dirigió hacia allí su marcha para atacarla. Como no hubo forma de ponerlos en movimiento abonó la soldada tanto a sus hombres como a los del pretor y regresó al Ebro con siete cohortes dejando el resto del ejército en el campamento del pretor.”
XXXIV, 19.
La otra cita de Plutarco a resaltar alude a la campaña de Catón contra los lacetanos:
Permanecía todavía en España cuando Escipión el mayor, que era su rival y quería poner término a sus glorias, se propuso pasar a encargarse de las cosas de España, e hizo que se le nombrara sucesor de Catón. Apresuróse a llegar pronto, para que tuviera cuanto antes fin el mando de éste; el cual, tomando para salir a recibirle a cinco cohortes de infantería y quinientos caballos, derrotó a los Lacetanos, y entregado de seiscientos tránsfugas que había entre ellos, los pasó a cuchillo. Llevólo Escipión a mal, y contestó Catón con ironía que así era como Roma sería mayor, si los hombres grandes e ilustres no daban lugar a que los oscuros entraran a la parte con ellos en lo sumo de la virtud, y si los plebeyos, como él, se empeñaban en competir en virtud con los que les aventajaban en gloria y en linaje. Con todo, habiendo decretado el Senado que nada se mudara o alterara de lo dispuesto por Catón, se le pasó en blanco a Escipión su mando en la inacción y el ocio, más bien con mengua de su gloria que de la de aquel.
Aquí de nuevo ocurre lo mismo. La gracia está en que Catón arrasó a sangre y fuego el territorio de los lacetanos para forzarlos a pactar y evitar que Escipión pudiera continuar esa guerra. Livio, sin embargo, omite tan importante detalle. Continua la película que se había montado ya con el tema de los mercenarios y lo lía todo. Lo cuenta al revés. Según él, Catón regresa al Ebro con unas pocas cohortes después de haber desistido de convencer a los celtíberos. Por supuesto, vuelve a duplicar lo mismo, porque en ese viaje de regreso prosigue con la expedición de castigo.
“Con estas fuerzas tan reducidas tomó algunas plazas. Se pasaron a él los sedetanos, los ausetanos y los suesetanos. Los lacetanos, pueblo remoto y salvaje, continuaban en armas, bien por su natural fiereza o bien por su conciencia de haber saqueado a los aliados con incursiones por sorpresa mientras el cónsul estaba ocupado con su ejército en la guerra de los túrdulos. Por eso el cónsul, para atacar su ciudad fortificada, además de las cohortes romanas llevó también a la juventud de los aliados, justamente resentidos hacia ellos. Tenían una ciudad muy extendida a lo largo pero mucho menos a lo ancho. Hizo alto a unos cuatrocientos pasos de distancia. Dejó allí un retén de cohortes escogidas y les dio orden de no moverse de aquella posición hasta que él estuviese de vuelta; con el resto de las tropas dio un rodeo hasta el extremo opuesto de la ciudad. El contingente más numeroso de sus fuerzas auxiliares estaba constituido por jóvenes suesetanos, a los que dio orden de avanzar para atacar la muralla. Cuando los lacetanos reconocieron sus armas y enseñas recordaron con cuánta frecuencia se habían paseado impunemente por su territorio y cuántas veces les habían derrotado y puesto en fuga en batallas campales, abrieron súbitamente la puesta y se precipitaron en masa sobre ellos. Los suesetanos apenas sí resistieron su grito de guerra, cuánto menos su ataque. Cuando vio el cónsul que las cosas se desarrollaban como había pensado que ocurriría galopó a lo largo de la muralla enemiga hasta las cohortes, se las llevó con él mientras andaban todos dispersos en persecución de los suesetanos, las metió en la ciudad por la parte en que estaba silenciosa y desierta, y lo tomó todo antes de que volvieran los lacetanos. Poco después, como únicamente les quedaban las armas, se rindieron.”
XXXIV, 20.
Y no sólo lo duplica, sino que lo triplica o cuadruplica. De hecho no tiene ni idea de cuándo atacó Catón a los lacetanos:
“Inmediatamente después el vencedor marchó hacia el frente de Bergio. Éste era más que nada un refugio de salteadores desde donde partían las incursiones a los territorios ya pacificados de la provincia. Desde allí se pasó al cónsul un jefe bergistano y comenzó a disculparse a sí mismo y a los suyos diciendo que ellos no tenían el gobierno en sus manos, que los bandidos a los que habían dejado entrar se habían adueñado por completo del fuerte. El cónsul le dijo que volviese a casa y que inventase alguna explicación plausible de su ausencia; cuando viera que él estaba al pie de las murallas y que los bandidos estaban concentrados en la defensa de las fortificaciones, que estuviese atento para ocupar la ciudadela con los hombres que estaban de su parte. Se hizo todo según sus instrucciones; de repente cundió entre los bárbaros el pánico por un doble motivo; por una parte, los romanos estaban escalando los muros, y por otra, la ciudadela había sido ocupada. Dueño de esta posición el cónsul dispuso que quienes habían ocupado la ciudadela quedaran libres junto con sus parientes y conservaran sus bienes; dio órdenes al cuestor de poner en venta a los demás bergistanos, y a los bandidos los hizo ejecutar. Pacificada la provincia, estableció un elevado impuesto sobre las minas de hierro y plata, medida esta que supuso un enriquecimiento cada día mayor para la provincia. Con motivo de estas operaciones llevadas a cabo en Hispania, los senadores decretaron un triduo de acción de gracias.”
XXXIV, 21.