PepeFerrolGalicia escribió: ↑12 Mar 2023
Del voluminoso libro "REQUETÉS", escrito por Pablo Larraz Andía y por Víctor Sierra - Sesúmaga, (editorial "La esfera de los libros", 2010). Este libro es un compendio de memorias de REQUETÉS (tengo que escribir esa palabra con mayúsculas, nobleza obliga), recojo la transcripción de lo narrado por D. Alfonso Soldevilla Larracoechea, en lo vivido en relación al cruce del Noguera Ribagorzana. Me anticipo un poco a su narración para marcar su avance desde el Carrascal de Huesca hasta la zona (pido disculpas porque resulta un poco "tocho" pero muy clarito por ser testimonio vivido por uno de los supervivientes del cruce del río:
“Al fin, el día 24, de madrugada, nos dieron orden de asalto al Carrascal de Huesca. En la más absoluta oscuridad, con la bayoneta calada y las bombas de mano dispuestas y sin anilla, y tras recibir la absolución general por nuestro capellán, don José Llona, nos dispusimos para el asalto. Una vez cerca de las líneas rojas, tras la orden, nos abalanzamos en tromba a los gritos de «¡Viva Cristo Rey!» y «¡Viva España!».
Desde las lomas cercanas, con la ventaja del terreno, los rojos comenzaron a ametrallarnos a placer, y en unos pocos minutos el número de bajas en el tercio fue enorme. Entre los muertos estaban el alférez Oteiza, el brigada Luque, y una partida de requetés entre los que se encontraba mi amigo Ignacio Arias, al que un balazo en el vientre había segado la vida a sus 15 años... A pesar de todo, logramos ocupar el Carrascal, y la tristeza por los compañeros muertos se mezcló con el entusiasmo por la victoria que acabábamos de lograr.
En los días siguientes, tuvimos que rechazar numerosos contraataques, hasta que los rojos desistieron en su empeño por recuperar aquella posición. Cogimos cantidad de prisioneros, mientras marchábamos por caminos plagados de cadáveres en las cunetas. El día 26, al entrar en el pueblo de Molinos de Sipán, contemplamos una de las escenas más terribles de toda la guerra: unos treinta cuerpos cosidos a balazos y tirados en plena calle, la mayor parte mujeres e incluso algunas criaturas, todos ellos fusilados por los rojos instantes antes de su huida. Jamás pensé que fuera posible tanta barbarie.
En los días siguientes se repitieron este tipo de escenas, a medida que entrábamos en las poblaciones. Ciertamente, para mí, lo más duro y más cruel de toda la guerra —y lo cuenta un requeté que estuvo preso cuando el asalto a las cárceles de Bilbao - lo presencié en la zona de Barbastro: los milicianos y las milicianas anarquistas habían diezmado a la población civil. De 8.000 habitantes habían asesinado a 800 y se puede decir que no dejaron un cura, una monja, un fraile o un seminarista con vida. Durante días estuvimos enterrando cadáveres con el corazón encogido, aterrados por lo que veíamos... no se podía comprender tanta crueldad contra gentes que no eran combatientes.
Creo que hace poco se ha hecho una película sobre las milicianas, en la que se las presenta como defensoras de la libertad. ¡Qué fácil se cuenta aquello que no se ha conocido! La verdad es muy otra, aquellas tiorras eran de cuidado; azuzaban a los milicianos a cometer cualquier crimen contra la gente de orden y cristiana, y lo de Barbastro fue el ejemplo. Bien es cierto que, según se comentaba entonces, prestaron un buen servicio a la causa nacional, porque entre enfermedades venéreas y purgaciones, yo creo que causaron a los rojos más bajas que nuestros fusiles.
A finales de marzo de 1938, recibimos orden de avance; atravesamos el río Cinca, que en aquel momento traía un caudal enorme debido a que los rojos soltaron las esclusas del pantano de Barasona. La fecha del 3 de abril de 1938 no la olvidaré nunca: al teniente coronel Moreno Ureña se le metió en la cabeza que, como fuera, teníamos que atravesar aquel mismo día el Noguera Ribagorzana, el río que separa Aragón y Cataluña. «Sea como sea —nos dijo— hay que llegar esta misma tarde a Cataluña». Y eso a pesar de que un miliciano madrileño que se había pasado a nosotros una hora antes —y que continuó con nosotros el resto de la guerra— había informado de que dos batallones rojos estaban emboscados junto al río, esperándonos. La estupidez de este teniente coronel y sus ganas de laureles nos iban a costar mucha sangre de los nuestros.
Cuando la columna llegaba a Montañana, los rojos volaron el puente que unía ambas orillas y, simultáneamente, comenzó un fortísimo fuego de ametralladoras que nos dejó al descubierto, batidos a su merced y sin otra defensa que quedarnos quietos, con el cuerpo pegado a la tierra para no morir acribillados. De todo el tercio, nuestra compañía había quedado al final de la columna, en mejor situación que el resto para poder actuar, así que el capitán José María Unibaso Landa nos ordenó hacerlo: «¡Muchachos! —nos dijo—, intentad vadear el río y atacar a los rojos por el flanco. Es la única opción posible, si no queremos morir todos en esta ratonera».
A duras penas pudimos arrastrarnos hasta un terraplén, deslizarnos hasta el río y meternos en medio de la fuerte corriente. A causa del deshielo, el agua nos llegaba por encima de la cintura, y aquellos metros se nos hicieron eternos. Al final, unos ciento setenta requetés de la compañía habíamos logrado cruzar el río y avanzar hacia las posiciones donde los rojos se encontraban parapetados.
Su superioridad en número y armamento —contaban con bastantes ametralladoras— era aplastante, así que tuvimos que replegarnos a una pequeña cota, en la que resistimos como leones unas cuatro horas.
Vimos cómo llegaron refuerzos enemigos desde Tremp y, a través de una acción envolvente, intentaron coparnos. Nuestra situación se hizo desesperada: casi sin munición y con nuestra tercera sección prácticamente aniquilada, algunos requetés optaron por intentar cruzar el río a la carrera. Unos pocos, con el capitán Unibaso al frente, resistimos. Fue entonces cuando presencié uno de los actos más heroicos de toda la guerra: entre las ráfagas enemigas, vimos aparecer a Antón Lizarralde, con su mulo Tanque cargado con dos cajas de munición. Había logrado cruzar el río y llegar hasta nosotros, y aún hoy me parece imposible que lo consiguiera: de los doce acemileros que habían sa¬lido en nuestro auxilio, sólo pudo llegar él. Con aquella munición pudimos resistir un poco más, pero poco podíamos hacer ya aislados del resto de fuerzas y con una granizada continua de balas sobre nosotros. Instantes después iniciaron los rojos el asalto a nuestra posición cuerpo a cuerpo, y enfilamos hacia el río a la carrera como única vía de posible de salvación. Intentamos atravesarlo a nado, pero la mayor parte de nosotros, o bien cayó presa de las balas enemigas o quedó atrapada en el río. Apenas podía nadar, entre el correaje y las ropas, y la corriente me arrastró hasta que pude amarrarme a un tronco clavado en el río. Poco después llegó junto a mí Victorio Unamuno, y juntos, agazapados, ya entre las últimas luces de la tarde, pudimos ver con horror cómo varios carabineros rojos mataban a tiros de pistola a nuestro compañero Pedro Echevarría, de Dos Caminos escasamente a unos diez metros de nosotros. Afortunadamente, no nos descubrieron y, helados de frío hasta los huesos, permanecimos allí hasta media noche, cuando nadando con toda nuestra alma logramos alcanzar la otra orilla. Unos metros más adelante encontramos a José Luis Odriozola, de Ondárroa, herido de un balazo en la pierna y medio desangrado. Victorio y yo cargamos con él y a duras penas conseguimos llegar a nuestras líneas. Sólo entonces me di cuenta de mi estado: descalzo, helado de frío, con el pantalón
y la camisa como únicos restos de mi uniforme, y con el corazón encogido por lo que habíamos vivido.
A la mañana siguiente formamos los supervivientes de la 2ª Compañía: de 166 hombres, sólo quedábamos vivos 43. Rezamos por nuestros compañeros muertos y tratamos de recuperar el mayor número de cuerpos. Algunos, como el de Juan Bomé, nunca aparecieron, seguramente arrastrados por el río. Éste fue el recuerdo que me dejaron para siempre el paso del Noguera Ribagorzana y el teniente coronel Moreno Ureña.
El 6 de mayo marchamos a Pobla de Segur y subimos a la posición Roc de Santa, cerca de Ortoneda. Allí sufrimos otro ataque fortísimo el 24 de mayo, con asaltos continuos de los rojos con mucho apoyo artillero. Algunos batallones fueron prácticamente aniquilados y perdimos varias posiciones. En varios momentos creímos que ya no se podía aguantar más, pero estábamos dispuestos a vender cara nuestra piel. Cuando todo parecía perdido, milagrosamente, apareció la 150 División del Cuerpo de Ejército marroquí a reforzarnos, salvando la situación. De madrugada, los pocos requetés que quedábamos vivos y sin heridas, aún subimos a la posición de Roc de Santa a taponar una infiltración roja. Era la segunda vez en menos de dos meses en que salía ileso de milagro tras una auténtica carnicería.
De allí, con nuestra compañía completamente deshecha, nos mandaron de posición a la zona de Tremp, donde permanecimos un tiempo mientras llegaban nuevos voluntarios a cubrir las bajas.
El 28 de de mayo de 1938 nos ordenaron relevar al 140 Batallón de San Marcial en la cota 727, en las estribaciones de San Cornelio. Tres días después, los rojos intentaron asaltar nuestras posiciones hasta en seis ocasiones en una jornada, tanto de día como de noche, siendo rechazados. Estaba claro que querían ocupar la cumbre de San Cornelí al precio que fuera, debido quizá al magnífico
punto de observación que suponía. De hecho, colocamos allí un telémetro, con el que, durante bastante tiempo, nos ordenaban observar y anotar el número de camiones que venían de la parte de Barcelona con destino a las fuerzas rojas.”